Un cisne entre gavilanes
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Cuando en su epístola a Juana Lugones, Rubén Darío recuerda con sabrosa
nostalgia que ha gustado bocados de Cardenal y Papa, vamos de cabeza a la famosa
y ya manida frase bocatto di cardinale, que evoca lo más delicado y exquisito
que alguien puede llevarse a la boca; pero también me hace recordar una pieza de
repostería que se vendía por las calles de mi pueblo natal de Masatepe, que se
llamaba bocado del papa; y existe así mismo en Nicaragua el Pío Quinto,
marquesote de maíz bañado con atolillo de maicena.
También hay en España otro dulce andaluz de chuparse los dedos, el Pío Nono,
original de Granada, un bizcocho cubierto con una crujiente capa de crema. No
pocos historiadores del arte de los fogones suponen que semejantes delicadezas
salieron de las cocina de los conventos donde las monjas se afanaban en días
festivos para halagar el paladar de canónigos y obispos de mejillas carnosas y
sonrosadas, ya que no podían sentar siempre en sus mesas a los cardenales del
sacro colegio, y jamás ni nunca al Papa, tan lejano en Roma.
Rubén nos ha dejado abundantes evidencias de que fue un verdadero sibarita,
como los cardenales del renacimiento que inspiraron la frase bocatto di
cardinale antes apuntada, no sólo en el comer y en el beber, sino también en el
vestir, un hombre de refi nado buen gusto que no ahorraba ni en seda, ni en
champaña ni en fl ores, como confi esa en la misma epístola, donde dice, además:
Me complace en los cuellos blancos ver el diamante.
Gusto de gentes de maneras elegantes y de fi nas palabras y de nobles
ideas.
Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas trazas, avaros, torpes, o
malignos y rudos, mantienen, lo confi eso, mis entusiasmos mudos… Este es un
sibarita retratado de cuerpo entero, que en el mismo poema se confi esa un
nefelibata, término este último que designa a quien camina siempre entre las
nubes, con los pies lejos de las asperezas del suelo terrenal, en busca de
capearse de ser herido por las mezquinas intrigas que, como en el caso de Rubén,
llegaban a buscarlo hasta el refugio de su piso de la rue Marivaux en París,
donde vivía cuando escribió esta confesión autobiográfi ca que es la
epístola.
A pesar de todas sus precauciones, cuando se trata de toda esa caterva de
intrigas, rencores, envidias, se confi esa siempre indefenso. Un sibarita
nefelibata, dos palabras que son parte de la pedrería del lenguaje
modernista.
Los sibaritas, que nos heredaron el vocablo, se dice que fueron los
habitantes de Sibaris, un pueblo griego tan inclinado a regalarse con placeres,
que había enseñado a bailar a sus caballos de guerra al son de la música, afi
ción de la que tomaron ventaja sus enemigos para derrotarlos, pues durante una
encarnizada batalla no hicieron más que allegar una orquesta y ponerla a tocar
aires festivos, con lo que al oír aquel concierto de trompetas, chirimías,
cornos y tambores, los caballos rompieron fi las y encantados de la vida se
pusieron a bailar, sin cuidarse de los jinetes que fueron lanceados a gusto.
En esto, ya se ve que los sibaritas de origen eran a la vez nefelibatas, por
ingenuos, lo que prueba que ambos términos no son contradictorios para nada.
Pero ya se sabe que quienes retienen por fuerza o por maña el cetro en la mano,
y pugnan por quedarse hasta su vejez sentados en la silla del poder, tan mullida
y tan cómoda, son los que saben hacer bailar no sólo al caballo, sino también al
jinete, esta vez con el dulce y armonioso sonido de las monedas de oro; áureo
sonido, como diría Rubén, pues no hay manera más efi caz para desconcertar una
batalla política, sobre todo si es electoral, que la corrupción, tan en boga en
nuestros tiempos.
Pero también Rubén era un gourmet.
El gourmet goza comiendo, saborea a fondo cada bocado, usa su paladar como
instrumento de placer, y no es de ninguna manera un goloso que devora de manera
desbocada y busca rellenarse la tripa hasta decir no más. Estos son los
gourmands, o sea, los glotones, culpables de gula, uno de los siete pecados
capitales, y que se exponen, por tanto, a ser abrasados en las llamas del infi
erno como los personajes de aquella inolvidable película de Marco Ferreri, La
grande Bouffe (La gran comilona) donde los personajes, cuatro viejos amigos, se
encierran a hartarse hasta morir reventados, el más singular de los
suicidios.
Por supuesto que Rubén nunca fue un glotón, porque eso contradice las
estrictas reglas del sibaritismo, y un nefelibata, de paso ligero entre las
nubes, tampoco se atiborra hasta caer morado.
En su delicioso libro Lectura y locura, el gran humorista y narrador inglés
G.K.Chesterton cita una frase de Víctor Hugo: “Se dice despectivamente que el
poeta está en las nubes; pero el rayo también lo está”. Muy apropiada llamada de
atención. El nefelibata que fue Rubén también soltaba desde las nubes rayos, a
la manera olímpica del viejo padre Zeus, como en su muy mentada Oda a
Roosevelt.
Y en su prólogo a Cantos de vida y esperanza afi rma que se ocupa de la
política, porque la política es universal.
Y humana. Y como al viejo Terencio, nada de lo que es humano le podía ser
ajeno.
Sus escritos sobre política son muchos, y dan para un libro entero, pero el
suyo fue un asunto de opinión, nunca de participación. Menos en su tierra natal,
donde los gourmands de la política, glotones de marca mayor, han comido toda la
vida a dos carrillos.
A esos comelones sin medida, Rubén los comparaba con Falstaff, el insaciable
personaje de Shakespeare, y con Sancho, el fi el pero tragón escudero de Don
Quijote.
Cuando regresó en triunfo a Nicaragua en 1907, un club de artesanos de la
ciudad de León tuvo la ocurrencia de lanzar un manifi esto proclamándolo
candidato a la Presidencia de la República. A los escritores se les suele juzgar
aptos para ser presidentes en tierras de nuestra América, lo que no pocas veces
resulta en graves equivocaciones. Mi maestro el doctor Mariano Fiallos Gil,
recordando el mencionado episodio, escribiría años después: “¿Qué hubiera sido
del pobre cisne entre tantos gavilanes?”.
Ya podemos imaginarlo. Se lo habrían comido crudo y sin recato.
Bellagio, septiembre 2011
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